(Anticipo de la nota editorial de "El Aguacero")
Pareciera
que no pueden ir juntos; decir adiós significa separación; nostalgia; conmoción
interior, salvo que ese adiós
esa “la frutilla del postre” de un tiempo de amores intensos; salvo que se
tenga la certeza que la partida ha de traer sólo dicha para el que se va. Por
eso, como muy pocas veces suele verse en
un ámbito donde quien lo copa todo es el dolor y las lágrimas, ahí, rodeando a
quien se iba, el clima era de fiesta; una alegría pascual en todo el sentido de
la frase.
En domingo,
cuando Cristo se levantó de la muerte; el día de Nuestra Señora del Rosario, Ana María Gielis
(Anita) alzó vuelo hacia el cielo el 7 de octubre último. Nos permitimos ser
periodísticamente incorrectos para dedicar a esta extraordinaria mujer, ejemplo
de Fe y Servicio, nuestra columna editorial.
Quien
tuvo la dicha de conocerla y tratarla habrá podido entrar en contacto con la
alegría, esa que irradia un auténtico creyente; por que Anita fue nada más y
nada menos que eso: Una Mujer de Fe. De jovencita se venía del campo al pueblo
en el sulki al que su padre le ataba su caballo “Santo” (¿podría haberse
llamado de otro modo?) para asistir a la
Santa Misa; enseñó las verdades eternas como catequista a varias generaciones
de bungenses; el padre Mancuso la
nombraría, junto con Elsa Garat, como uno de los primeros ministros
extraordinarios de la comunión y allá iba ella con su carga preciosa a llevar el pan del
cielo a enfermos y ancianos. Puede decirse también que fue la primera portera
del Instituto Secundario cuando recién se inició; que vivía con modestia; que
en su casa albergó por un tiempo a la Caritas Parroquial; pueden decirse mil
cosas buenas más. Puede decirse que con sus oraciones no solo fue tejiéndose
para sí misma un abrigo de Dios que la
hizo dichosa con casi nada sino que, sin ninguna duda sostuvo la Fe y los
quehaceres de muchos con sus ruegos. Tenía el anhelo de que todos se abrieran
al amor de Dios. En las celebraciones de la Palabra en el Hogar de Ancianos de
los fines de semana, donde transcurrió sus últimos años, siempre pedía “por los que están más alejados
de Dios y de la Santísima Virgen”.
Anita
deja una huella profunda, bien marcada en la comunidad de cómo hay que vivir
para no morir. Al estilo de los modernos GPS, señala el camino de una vida
comprometida con valores que la sociedad debe recuperar. Porque creemos en la
vida eterna y en la comunión de los santos, sabemos que ahora, tal vez más que
antes, Anita estará dándonos una mano desde el lugar que el Señor le ha
reservado desde siempre.
Algún
día nosotros, dispersos en tantas cosas, desangrados por pasiones inútiles;
ciegos de materia; sedientos de poder; perseguidores de una trascendencia que
no llega y que por ello hunde en la depresión a más de uno, posiblemente consideremos
que hay otra vida; no solo esa vida más allá de esta, sino otro modo de
concebir la existencia en el día a día aquí en la tierra. Que podamos, a la luz
de la lámpara con la que se puede comparar la vida de esta modesta y valiosa
mujer de pueblo, dar con ese tesoro escondido que es capaz de cambiarlo todo y
que para obtenerlo hay que vender rancho; recado y hasta el matungo azulejo; es
decir, hacer como Anita cuando se venía en el sulki para el pueblo: darle las
riendas de nuestra vida a aquel que nos pensó para la felicidad, para la
alegría, para la paz y el amor sin límites; ese Dios que dicen que es Padre y
Madre a la vez y que se dejó ver por muchos años a través de Anita por las
calles de Bunge.