martes, 9 de octubre de 2012

El adiós y la Fiesta


(Anticipo de la nota editorial de "El Aguacero")

Pareciera que no pueden ir juntos; decir adiós significa separación; nostalgia; conmoción interior, salvo que ese adiós esa “la frutilla del postre” de un tiempo de amores intensos; salvo que se tenga la certeza que la partida ha de traer sólo dicha para el que se va. Por eso, como  muy pocas veces suele verse en un ámbito donde quien lo copa todo es el dolor y las lágrimas, ahí, rodeando a quien se iba, el clima era de fiesta; una alegría pascual en todo el sentido de la frase.
En domingo, cuando Cristo se levantó de la muerte; el día de Nuestra Señora del Rosario, Ana María Gielis (Anita) alzó vuelo hacia el cielo el 7 de octubre último. Nos permitimos ser periodísticamente incorrectos para dedicar a esta extraordinaria mujer, ejemplo de Fe y Servicio, nuestra columna editorial.
Quien tuvo la dicha de conocerla y tratarla habrá podido entrar en contacto con la alegría, esa que irradia un auténtico creyente; por que Anita fue nada más y nada menos que eso: Una Mujer de Fe. De jovencita se venía del campo al pueblo en el sulki al que su padre le ataba su caballo “Santo” (¿podría haberse llamado de otro modo?) para asistir a  la Santa Misa; enseñó las verdades eternas como catequista a varias generaciones de bungenses;  el padre Mancuso la nombraría, junto con Elsa Garat, como uno de los primeros ministros extraordinarios de la comunión y allá iba ella  con su carga preciosa a llevar el pan del cielo a enfermos y ancianos. Puede decirse también que fue la primera portera del Instituto Secundario cuando recién se inició; que vivía con modestia; que en su casa albergó por un tiempo a la Caritas Parroquial; pueden decirse mil cosas buenas más. Puede decirse que con sus oraciones no solo fue tejiéndose para sí misma un abrigo de Dios que  la hizo dichosa con casi nada sino que, sin ninguna duda sostuvo la Fe y los quehaceres de muchos con sus ruegos. Tenía el anhelo de que todos se abrieran al amor de Dios. En las celebraciones de la Palabra en el Hogar de Ancianos de los fines de semana, donde transcurrió sus últimos años,  siempre pedía “por los que están más alejados de Dios y de la Santísima Virgen”.
Anita deja una huella profunda, bien marcada en la comunidad de cómo hay que vivir para no morir. Al estilo de los modernos GPS, señala el camino de una vida comprometida con valores que la sociedad debe recuperar. Porque creemos en la vida eterna y en la comunión de los santos, sabemos que ahora, tal vez más que antes, Anita estará dándonos una mano desde el lugar que el Señor le ha reservado desde siempre.
Algún día nosotros, dispersos en tantas cosas, desangrados por pasiones inútiles; ciegos de materia; sedientos de poder; perseguidores de una trascendencia que no llega y que por ello hunde en la depresión a más de uno, posiblemente consideremos que hay otra vida; no solo esa vida más allá de esta, sino otro modo de concebir la existencia en el día a día aquí en la tierra. Que podamos, a la luz de la lámpara con la que se puede comparar la vida de esta modesta y valiosa mujer de pueblo, dar con ese tesoro escondido que es capaz de cambiarlo todo y que para obtenerlo hay que vender rancho; recado y hasta el matungo azulejo; es decir, hacer como Anita cuando se venía en el sulki para el pueblo: darle las riendas de nuestra vida a aquel que nos pensó para la felicidad, para la alegría, para la paz y el amor sin límites; ese Dios que dicen que es Padre y Madre a la vez y que se dejó ver por muchos años a través de Anita por las calles de Bunge.

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